martes, 22 de julio de 2014

YO, NUNCA ATAJE UN PENAL

Las cosas no habían salido bien en el campeonato. Todo el año en la cuerda floja. Se pasaron el torneo peleando en el fondo de la tabla, luchando la perdida de la categoría. Jamás lograron salir de esa incómoda situación. Los ánimos y la confianza no eran los mejores.
Y, todavía, les quedaba por delante un último partido. Tenían que jugar la promoción.
Promoción, que nombre irónico. 
Ese partido no promocionaba absolutamente nada. Tendrían que haberlo bautizado: última chance. Ese encuentro no era otra cosa que la última oportunidad que tenían para no descender.  Lo sabían todos. Lo sabía Jorgito, el capitán, arquero, hombre experimentado y gloria viviente del club.
De hecho, antes de que empiece aquel campeonato se junto con los dirigentes y les comunico que quería volver. Lo miraron, se miraron entre ellos y Jorgito se dio cuenta que no entendían nada. Las caras de los cabecillas de aquel club de pueblo no disimulaban la sorpresa.
El arquero los conocía a todos, eran amigos de su padre. Y en aquella reunión pasaba exactamente lo mismo que había sucedido 15 años atrás: el único ausente era el presidente, Jorge padre.
Los clubes de pueblo son así; se cumplía a la perfección eso de “pueblo chico, infierno grande”. Jorge hijo, Jorgito para todos, siempre fue un fenómeno al arco. A los 16 debuto en la primera división del club. A los 17 llegó una oferta de la capital para jugar en la máxima categoría del país. Una de esas propuestas que los clubes chicos, o de pueblo, no pueden rechazar. El único que se abstuvo de votar y de participar en toda la negociación fue el entonces tesorero, Jorge padre.  Habían pasado 15 años y sucedía lo mismo pero al revés: Jorgito quería volver al lugar que lo vio nacer futbolísticamente y el único que no emitía opinión ni participaba de las reuniones era, el ahora presidente del club, su papá.
Jorgito había dejado el pueblo a los 17 como una promesa, hoy volvía como una realidad: estaba considerado dentro de los mejores arqueros del país, había jugado en uno de los equipos más importantes,  en dos o tres ligas fuertes de Europa y en la selección nacional. Le quedaban algunos años más de carrera y le llovían ofertas interesantes, en lo económico y en lo deportivo, del país y del extranjero.
Por eso a Jorgito no le sorprendió nada de lo que pasaba.
- Pero, nene, ¿estás seguro? Se comenta  que te quieren llevar de nuevo a la selección. ¡Esta liga no tiene el nivel que vos necesitas para estar en la selección!
No le hablaba cualquiera. El que tomó la batuta era el vicepresidente del club y mejor amigo de su papá.  Como si fuera poco, también, era su padrino y suegro.  Jorgito lo quería como un padre. Sabía que le estaba dando un consejo y que venía desde el fondo del corazón.
Entonces, no le quedo más remedio que explicar la decisión que él y su mujer habían tomado.
- Es verdad. Otra vez, jugaría para la selección. Hable con el técnico y le dije que decidí retirarme. Quiero jugar un año con esta camiseta y después descansar.
Explicó que con Laura, su mujer, habían elegido cambiar la forma de vida. Basta de viajes, de mudanzas, de ir de acá para allá. Tenían un hijo que estaba a punto de empezar el colegio y querían que se crie como ellos. Una vida tranquila, de pueblo. Al lado de la familia. Compartiendo el tiempo en casa o el club con abuelos, tíos y amigos.
- No podemos pagarte el sueldo. No tenemos chance de juntar la plata de la que se habla. Y el pase… bueno. Directamente es imposible que podamos comprarte. – le dijo su amigo de la infancia, poniéndose en el rol de tesorero.
- No es un problema de plata esto. El pase es mío y no quiero que me lo compren. Por el sueldo no te hagas problema, yo no quiero cobrar más que ninguno de los que juegan acá.
 Estaba en un buen momento físico y le parecía bien volver de esa forma. No quería dar lastima, quería que el club de sus amores lo viera en plenitud. Que sus vecinos, amigos y familiares lo notaran en un buen momento. Que los chicos del club pudieran compartir entrenamientos con él. Ser una motivación para todos. Mostrarles que podían lograr lo mismo que el.
Tenía un sueño que quería compartirles, les confesó que quería regarle a la hinchada un título y un ascenso al torneo regional.
El club nunca había sido campeón y, jamás en la historia, se clasificaron para jugar un regional.
Era su gran ilusión, liderar a su club a un título. Festejó en casi todos los lugares por los que había pasado. Solo le quedaba eso, gritar campeón rodeado con los que sabía que de verdad lo querían. Con sus amigos de la infancia, con su familia. Con su club. Con su pueblo.
Pero, en lo deportivo, durante ese año todo salió a la inversa de sus deseos y, aunque nunca se reprocho por la decisión tomada, el sueño se le había convertido en una pesadilla. No entendía por qué tenía que tocarle, justo a él, la posibilidad de cerrar su carrera con un descenso. Y, justo en este club. Delante de toda su gente. En lugar de pelear el título ahora le quedaba por delante un partido: la promoción.
Podía ser su último juego, todo se definía en 90 minutos. Si había empate se jugaban 30 de suplementario y, de persistir la igualdad, la definición se haría con tiros desde el punto penal.
Conocían a los rivales y sabían que era un equipo duro. Lo más probable era que el partido terminara en un empate sin goles. Nadie decía nada malo, todos le brindaban su apoyo. Estaban convencidos que Jorgito iba a ser el héroe que los salvaría tapando uno o dos tiros desde los doce pasos.
- No va a pasar eso. Vamos a ganar tranquilos, cómodos. – repetía hasta el hartazgo.
Esto no era un tema de ego, de narcisismo. Era un tema de equipo. Todos estaban en esta situación y tenían que salir juntos. Jorgito se negó a atajar en las prácticas de penales durante toda la semana, hablo con el técnico y puso un argumento que lo convenció: “No quiero bajarle el ánimo a los pibes. Si llego a tapar varios tiros y tenemos que definir por penales van a estar desmotivados. Van a creer que no la pueden meter”. El técnico era consciente de que el arquero tenía mucho más nivel y talento que cualquiera de los jugadores y le dio la razón. Por otro lado trataron de hacerse una idea de los jugadores contrarios que iban a patear pero, descubrieron que era imposible estudiarlos. No había videos, era una liga de pueblo. Dependían, en gran parte,  de la habilidad que tenía Jorgito debajo de los 3 palos.
Por primera vez en toda su carrera le molestaba el puesto en el que jugaba. Por esa única vez, deseaba ser goleador. Lo invadía la sensación de que podría ayudar mucho más en otro lugar del campo. ¿Por qué construyo su carrera evitando goles en lugar de convirtiéndolos? Se pregunto una y mil veces.
Jorgito empezaba a vivir ese partido como el más importante de su carrera.
Concentrar lo ayudo a relajarse y focalizarse. Le gustaba compartir esos días previos con sus compañeros, no tenía que escuchar a la gente en la calle pronosticando cuantos penales iba a atajar.
Cuando arranco el partido se calmo y se dedicó a hacer lo que mejor le salía, tapar las pocas situaciones que les crearon. El equipo contrario casi no llego en los 90 reglamentarios. Terminó 0 a 0, tenían que jugar 30 minutos más. Jorgito junto a sus compañeros y los arengo. Les dijo que estaban jugando mejor, que no le llegaban, que los tenían metidos en un arco. Para terminar eligió cada una de las palabras de la frase: “Cuando todo se pone jodido es cuando hay que poner. Nos quedan 30, si hoy no se gana con fútbol se gana con huevos. ¡Dale!”
El suplementario fue más de lo mismo, por más que lo fueran a buscar no encontraban el gol. Se acababa el partido y todos esperaban las atajadas de Jorgito para que, por fin, se termine el sufrimiento. Entonces, el arquero, se descubrió a si mismo repasando cada uno de los penales que le habían pateado a lo largo de su carrera. Ahí estaba él, parado en el medio del arco, eligiendo entre la derecha y la izquierda. Tirándose y la pelota entrando despacio al otro palo. O peor, llegaba a tocarla con la punta de los dedos pero la pelota igual se metía. Repaso todos y cada uno de los 17 penales que le habían pateado como profesional. La conclusión era terrible, no había atajado ninguno. El partido se terminaba y el arquero descubría que lo que se le venía encima no era algo épico, como todos imaginaban, sino algo terrible. ¡Nunca había atajado un penal en su vida! Ni siquiera en un entrenamiento. No había ganado asados en los torneos de tiros desde los doce pasos con sus compañeros, siempre le tocaba pagarlos. Un desastre.
Empezó a transpirar, un sudor frio le cubrió todo el cuerpo. El juez dio dos pitazos fuertes, pidió la pelota y señalo la mitad de la cancha haciendo el gesto típico del final del partido. Jorgito camino para el banco de suplentes intentando disimular aquello que acababa de descubrir.
Callado se puso al lado del técnico que preguntaba quien estaba bien para patear. No podía decir una palabra, tenía un nudo en la garganta. Cuando estuvo armada la lista todos lo miraron esperando que diga algo. Esperaban unas palabras del hombre de las mil batallas. Jorgito, en silencio, miro a cada uno, tomó un sorbo de agua, respiró profundo y bajó la vista. Entonces, los ojos se le llenaron de lágrimas. Sollozando y con la voz entrecortada lo único que pudo decir fue: “Yo, nunca ataje un penal”.


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