lunes, 15 de septiembre de 2014

OIGA, DOCTOR

Tengo un sueño constante, no podría definirlo como recurrente ya que si bien es siempre el mismo, presenta variaciones.
Esta llana quimera ostenta rasgos confusos, enmarañados.
Una única vía, larga, infinita. En el fondo una luz que parece estar al alcance de la mano.
Mientras camino por ese sendero (recto, angosto) formado por dos paredes blancas que oprimen y asfixian, me inunda una sensación de libertad absoluta, como si por fin estuviera despojado absolutamente de todo: ropa, pensamientos, valores, prejuicios. Desnudo, avanzo con la firme convicción de estar retrocediendo hacia el punto de origen. Al inicio.
Aunque ese pasillo es idéntico en toda su extensión, sé que nunca estoy parado en el mismo lugar en el que estaba la vez anterior que soñé ese sueño: todo está dispuesto exactamente de la misma forma; pero, es diferente. ¿Me entiende, Doctor? ¡Nada cambia y todo es tan distinto! Aunque conozco qué es lo que va a pasar; jamás sé si estoy despierto o dormido.
En ese momento mi analista levantó la mano levemente y forjó con la palma una señal de alto. No era necesario, no tenía más que agregar aunque las palabras quisieran seguir  brotando de mi boca.
Me sorprendió con la claridad de sus frases. En un tono de voz calmado y casi monótono dijo: “La soledad, esas sensaciones contradictorias, volver a encontrarse con algo ya vivido, no poder avanzar, la impresión de retroceso, no saber dónde está, si se encuentra despierto o dormido y un único camino recto. ¿No le parece que habría que empezar a explorar otras opciones? Recuerde que si está buscando resultados distintos no tiene que hacer siempre lo mismo. Si el camino no tiene bifurcaciones; construya una. Corra el riesgo de derribar una pared aunque no sepa qué puede aparecer detrás de ella”.

viernes, 1 de agosto de 2014

EL CUENTO DE LA BUENA PIPA


En aquel país la escena se repetía una y otra vez con cada nacimiento. Una de las pitonisas ingresaba a la habitación y decía:
- Buenas. Permiso. ¿Cómo están? ¡Qué lindo bebé! Está dormido… no lo despertemos. Se los ve muy contentos. Voy a tratar de no robarles mucho tiempo, deben estar cansados. Vine a traerles los documentos.  Acá les dejo la partida de nacimiento, el documento de identidad y este sobre transparente que contiene el manual del usuario. Les pido que le presten especial atención  a este último. No lo pierdan, recuerden que no se puede solicitar un duplicado. Es único e irrepetible.
Las pitonisas eran parte de la burocracia, trabajaban para la Secretaría de las Personas y sus funciones eran redactar, imprimir y distribuir los documentos que se les entregaban a los padres de los recién nacidos.
Todos en aquel país eran conscientes del sexto sentido que ellas poseían. Pero, la advertencia parecía no surtir efecto alguno. Mejor dicho, tenía el efecto de una profecía auto-cumplida: el manual del usuario, como todo manual del usuario, estaba destinado a desaparecer.
Poco tiempo después del nacimiento (muy poco, no más que unas cuantas horas) se perdía o, simplemente, nadie recordaba donde lo habían guardado. Todos sabían que estaba oculto en algún lugar. Seguramente enterrado bajo una pila de hojas, camuflado con cualquier cosa, escondido en algún recoveco. Extraviado dentro de un cajón.
Lo cierto es que el manual tenía una apariencia tan común y tan corriente que pasaba desapercibido. Por eso estaba condenado a perderse, a terminar en el fondo del cesto de la basura sin que nadie lo notara.
Una broma macabra del destino. Desaparecía como por arte de magia.
Seguro que aquellos que nunca vieron un manual del usuario de aquel país imaginan un libro inmenso. Nada que ver. Era un simple folleto impreso en ambas carillas a un color, plegado en 15 partes. Estaba dentro de un sobre transparente lacrado y abierto no era más grande que una hoja A4.
Según las pitonisas, el manual no contenía todas las respuestas, ni describía todo lo que a uno le iba a ocurrir. Ni siquiera tenía algo así como una especie de reglas básicas, simples, sencillas y claras para la vida. Era más bien como una guía, tenía una  portada con el nombre y apellido y en las páginas interiores contenía unas listas que enumeraban las necesidades egoístas, los deseos sexuales, los temores, las experiencias vergonzosas y traumáticas de la vida de esa persona. Para terminar, había una sección que relataba  aquellos motivos que hacían violentar al dueño del manual y cada una de las reacciones de ese tipo.
Aquel folleto describía la parte instintiva. Los impulsos, apetitos, urgencias y ambiciones. Todo aquello que provocaba placer. No sé ponía ningún tipo de restricción, el contenido de ese manual solo detallaba las formas de alcanzar satisfacción personal e inmediata.
Las pitonisas explicaban que el manual estaba conectado con la persona a la que hacía referencia. Solo había una forma de abrir el sobre y acceder a su contenido, era necesario que el dueño del manual del usuario apoyara la huella dactilar del dígito pulgar derecho sobre el sello de lacre que cerraba la solapa. Entonces, se despegaba sin romperse y quedaba sujeto a la yema del pulgar de la persona hasta que esta guardara el manual dentro del sobre y volviera a apoyar el dedo para cerrarlo.
El problema era que siempre se perdía antes de ese momento. Las pitonisas entregaban el manual cuando los bebes dormían, los padres no querían interrumpir el descanso molestándolos para apoyar el dedo el lacre. Para cuando se despertaban, y los padres decidían por fin conocer el contenido, el manual ya había desaparecido.
Y, no existía la posibilidad de solicitar otro, de pedir una copia.
Entonces, los padres descubrían que tenían un bebe que les demandaba un montón de cosas. Alimento. Calor. Cobijo. Amor. Alguien con un cúmulo de necesidades, deseos e impulsos elementales. Un ser casi primitivo, cerca de actuar solo por instinto. Una pequeña personita que los necesitaba, que era débil. Al que había que ayudar, formar, moldear. Proteger. Adaptar.
Y, habían perdido el manual del usuario.
Ahí empezaban los problemas.  No sabían lo que decía, nadie conocía el contenido de aquel manual. La única solución posible era improvisar.
Casi siempre los padres empezaban por transmitirles a sus hijos miedos y temores. Así comenzaba la relación: “Cuidado, que no tenga mucho frio”, “Cuidado, que no tenga mucho calor”, “Agarralo fuerte, que no se caiga”. Algunos progenitores se preocupaban tanto que chequeaban que el bebe respirara mientras dormía. Tenían terror a que le pasara algo. Vivían pendientes de ese pequeño tirano.
Pasado ese primer momento los padres les iban transfiriendo sus creencias y gustos. Los ayudaban a solucionar problemas o les brindaban respuestas. Daban argumentos. Aconsejaban. Sabían que estaba bien o mal. El proceso derivaba en la creación de reglas. Los padres les mostraban la forma en la que había que comportarse. Ponían límites.
Actuaban como una especie de guardián.
Mostraban un camino.
Enseñaban un ideal.
Y, ese pequeño, iba identificándose con sus padres. Los veía como héroes. Eran capaces de hacer todo, y de hacerlo bien.
Los niños querían ser como los padres.
Los años iban pasando y esos pequeños crecían. Empezaban a descubrir el mundo por cuenta propia, pasaban cada vez más tiempo sin la compañía de los padres. Pero, usaban las reglas, formas de comportarse y consejos que ellos les habían impuesto.
Cada tanto sentían un deseo o impulso contrario a eso que los padres habían transmitido. Algunos eran unas simples pavadas como no querer compartir algo o burlarse de alguien. Otras veces se ponían agresivos y mordían, pegaban o tiraban del pelo.
Cuando se les preguntaba, no podían explicar de dónde les surgían esas ganas, ni por qué lo hacían. Pero, sí que sentían un placer inmenso al hacerlo, como si se hubieran sacado las ganas. Era como si alguien o algo desde algún lugar les diera una orden y ellos se complacieran al consumarla.
Entonces descubrían que también les exigían. Que existían las normas y que debían cumplirlas. De a poco, iban incorporando más reglas. Palpaban el hecho de que esos cánones eran útiles para poder convivir, descubrían que además de los padres más gente los observaba y les decía qué era lo que se esperaba de ellos.
Les enseñaban a estar con otros, a compartir, a no agredirse. A convivir. Aprendían a comportarse, se adaptaban.
Y, también, quedaban contentos cuando los padres u otras personas, los felicitaban por cumplir esas nuevas normas sociales que les iban imponiendo. 
Pasaba el tiempo y crecían incorporando más normas y reglas. Cada vez eran más independientes y llegaba un punto donde era necesario que empezaran a tomar decisiones por su cuenta.
Pero, esa presunta autonomía que habían alcanzado siempre se veía sometida. Sentían que el manual de usuario les iba dando de a poco a conocer su contenido pero, lo hacía en forma de órdenes.  Era como que el manual les enviara desde aquel lugar perdido, desde el fondo de algún lado oculto, un estímulo, una fuerza biológica que provocaba ciertas conductas.
Justo después de esa pulsión se disparaba otra cosa. Era la voz de uno de los padres juzgando, indicando si eso estaba bien o mal. Era la conciencia. Una especie de guardián moral que aparecía poniendo un límite. Que lo perseguía, que lo juzgaba. Como si fuera poco, también tenían que preocuparse por el entorno y ver si eso era conveniente o inconveniente.
Entonces, ¿eran libres? Los invadía la sensación continua de estar sometidos a tres servidumbres, esa impresión de estar amenazado por tres peligros: el manual de instrucciones, el rigor de las normas y el mundo exterior.
Angustia.
¿Cómo combinar esas cosas que parecían tan disímiles?
Rebelarse contra las reglas que los padres habían establecido. Intentar crear las propias.
Prueba y error. Equivocarse y volver a empezar. Iban buscando la forma correcta.
Todos esos niños terminaban arribando a la misma conclusión, los padres no tenían todas las respuestas. No eran perfectos. Ellos habían crecido, estaban grandes y descubrían que sus padres no eran superhéroes. Eran personas, simples y comunes, con miles de defectos y virtudes.
El pedestal se rompía y juraban no repetir aquello que ellos veían como errores de sus padres si algún día tenían hijos.
El calendario nunca se queda quieto. Siempre avanza. Tarde o temprano esos chicos encontraban a alguien, se enamoraban y llegaba un momento donde se convertían en padres.
En aquel país la escena se repetía una y otra vez con cada nacimiento. Una de las pitonisas ingresaba a la habitación y decía:
- Buenas. Permiso. ¿Cómo están? ¡Qué lindo bebé! Está dormido… no lo despertemos. Se los ve muy contentos. Voy a tratar de no robarles mucho tiempo, deben estar cansados. Vine a traerles los documentos.  Acá les dejo la partida de nacimiento, el documento de identidad y este sobre transparente que contiene el manual del usuario. Les pido que le presten especial atención  a este último. No lo pierdan, recuerden que no se puede solicitar un duplicado. Es único e irrepetible.

martes, 22 de julio de 2014

YO, NUNCA ATAJE UN PENAL

Las cosas no habían salido bien en el campeonato. Todo el año en la cuerda floja. Se pasaron el torneo peleando en el fondo de la tabla, luchando la perdida de la categoría. Jamás lograron salir de esa incómoda situación. Los ánimos y la confianza no eran los mejores.
Y, todavía, les quedaba por delante un último partido. Tenían que jugar la promoción.
Promoción, que nombre irónico. 
Ese partido no promocionaba absolutamente nada. Tendrían que haberlo bautizado: última chance. Ese encuentro no era otra cosa que la última oportunidad que tenían para no descender.  Lo sabían todos. Lo sabía Jorgito, el capitán, arquero, hombre experimentado y gloria viviente del club.
De hecho, antes de que empiece aquel campeonato se junto con los dirigentes y les comunico que quería volver. Lo miraron, se miraron entre ellos y Jorgito se dio cuenta que no entendían nada. Las caras de los cabecillas de aquel club de pueblo no disimulaban la sorpresa.
El arquero los conocía a todos, eran amigos de su padre. Y en aquella reunión pasaba exactamente lo mismo que había sucedido 15 años atrás: el único ausente era el presidente, Jorge padre.
Los clubes de pueblo son así; se cumplía a la perfección eso de “pueblo chico, infierno grande”. Jorge hijo, Jorgito para todos, siempre fue un fenómeno al arco. A los 16 debuto en la primera división del club. A los 17 llegó una oferta de la capital para jugar en la máxima categoría del país. Una de esas propuestas que los clubes chicos, o de pueblo, no pueden rechazar. El único que se abstuvo de votar y de participar en toda la negociación fue el entonces tesorero, Jorge padre.  Habían pasado 15 años y sucedía lo mismo pero al revés: Jorgito quería volver al lugar que lo vio nacer futbolísticamente y el único que no emitía opinión ni participaba de las reuniones era, el ahora presidente del club, su papá.
Jorgito había dejado el pueblo a los 17 como una promesa, hoy volvía como una realidad: estaba considerado dentro de los mejores arqueros del país, había jugado en uno de los equipos más importantes,  en dos o tres ligas fuertes de Europa y en la selección nacional. Le quedaban algunos años más de carrera y le llovían ofertas interesantes, en lo económico y en lo deportivo, del país y del extranjero.
Por eso a Jorgito no le sorprendió nada de lo que pasaba.
- Pero, nene, ¿estás seguro? Se comenta  que te quieren llevar de nuevo a la selección. ¡Esta liga no tiene el nivel que vos necesitas para estar en la selección!
No le hablaba cualquiera. El que tomó la batuta era el vicepresidente del club y mejor amigo de su papá.  Como si fuera poco, también, era su padrino y suegro.  Jorgito lo quería como un padre. Sabía que le estaba dando un consejo y que venía desde el fondo del corazón.
Entonces, no le quedo más remedio que explicar la decisión que él y su mujer habían tomado.
- Es verdad. Otra vez, jugaría para la selección. Hable con el técnico y le dije que decidí retirarme. Quiero jugar un año con esta camiseta y después descansar.
Explicó que con Laura, su mujer, habían elegido cambiar la forma de vida. Basta de viajes, de mudanzas, de ir de acá para allá. Tenían un hijo que estaba a punto de empezar el colegio y querían que se crie como ellos. Una vida tranquila, de pueblo. Al lado de la familia. Compartiendo el tiempo en casa o el club con abuelos, tíos y amigos.
- No podemos pagarte el sueldo. No tenemos chance de juntar la plata de la que se habla. Y el pase… bueno. Directamente es imposible que podamos comprarte. – le dijo su amigo de la infancia, poniéndose en el rol de tesorero.
- No es un problema de plata esto. El pase es mío y no quiero que me lo compren. Por el sueldo no te hagas problema, yo no quiero cobrar más que ninguno de los que juegan acá.
 Estaba en un buen momento físico y le parecía bien volver de esa forma. No quería dar lastima, quería que el club de sus amores lo viera en plenitud. Que sus vecinos, amigos y familiares lo notaran en un buen momento. Que los chicos del club pudieran compartir entrenamientos con él. Ser una motivación para todos. Mostrarles que podían lograr lo mismo que el.
Tenía un sueño que quería compartirles, les confesó que quería regarle a la hinchada un título y un ascenso al torneo regional.
El club nunca había sido campeón y, jamás en la historia, se clasificaron para jugar un regional.
Era su gran ilusión, liderar a su club a un título. Festejó en casi todos los lugares por los que había pasado. Solo le quedaba eso, gritar campeón rodeado con los que sabía que de verdad lo querían. Con sus amigos de la infancia, con su familia. Con su club. Con su pueblo.
Pero, en lo deportivo, durante ese año todo salió a la inversa de sus deseos y, aunque nunca se reprocho por la decisión tomada, el sueño se le había convertido en una pesadilla. No entendía por qué tenía que tocarle, justo a él, la posibilidad de cerrar su carrera con un descenso. Y, justo en este club. Delante de toda su gente. En lugar de pelear el título ahora le quedaba por delante un partido: la promoción.
Podía ser su último juego, todo se definía en 90 minutos. Si había empate se jugaban 30 de suplementario y, de persistir la igualdad, la definición se haría con tiros desde el punto penal.
Conocían a los rivales y sabían que era un equipo duro. Lo más probable era que el partido terminara en un empate sin goles. Nadie decía nada malo, todos le brindaban su apoyo. Estaban convencidos que Jorgito iba a ser el héroe que los salvaría tapando uno o dos tiros desde los doce pasos.
- No va a pasar eso. Vamos a ganar tranquilos, cómodos. – repetía hasta el hartazgo.
Esto no era un tema de ego, de narcisismo. Era un tema de equipo. Todos estaban en esta situación y tenían que salir juntos. Jorgito se negó a atajar en las prácticas de penales durante toda la semana, hablo con el técnico y puso un argumento que lo convenció: “No quiero bajarle el ánimo a los pibes. Si llego a tapar varios tiros y tenemos que definir por penales van a estar desmotivados. Van a creer que no la pueden meter”. El técnico era consciente de que el arquero tenía mucho más nivel y talento que cualquiera de los jugadores y le dio la razón. Por otro lado trataron de hacerse una idea de los jugadores contrarios que iban a patear pero, descubrieron que era imposible estudiarlos. No había videos, era una liga de pueblo. Dependían, en gran parte,  de la habilidad que tenía Jorgito debajo de los 3 palos.
Por primera vez en toda su carrera le molestaba el puesto en el que jugaba. Por esa única vez, deseaba ser goleador. Lo invadía la sensación de que podría ayudar mucho más en otro lugar del campo. ¿Por qué construyo su carrera evitando goles en lugar de convirtiéndolos? Se pregunto una y mil veces.
Jorgito empezaba a vivir ese partido como el más importante de su carrera.
Concentrar lo ayudo a relajarse y focalizarse. Le gustaba compartir esos días previos con sus compañeros, no tenía que escuchar a la gente en la calle pronosticando cuantos penales iba a atajar.
Cuando arranco el partido se calmo y se dedicó a hacer lo que mejor le salía, tapar las pocas situaciones que les crearon. El equipo contrario casi no llego en los 90 reglamentarios. Terminó 0 a 0, tenían que jugar 30 minutos más. Jorgito junto a sus compañeros y los arengo. Les dijo que estaban jugando mejor, que no le llegaban, que los tenían metidos en un arco. Para terminar eligió cada una de las palabras de la frase: “Cuando todo se pone jodido es cuando hay que poner. Nos quedan 30, si hoy no se gana con fútbol se gana con huevos. ¡Dale!”
El suplementario fue más de lo mismo, por más que lo fueran a buscar no encontraban el gol. Se acababa el partido y todos esperaban las atajadas de Jorgito para que, por fin, se termine el sufrimiento. Entonces, el arquero, se descubrió a si mismo repasando cada uno de los penales que le habían pateado a lo largo de su carrera. Ahí estaba él, parado en el medio del arco, eligiendo entre la derecha y la izquierda. Tirándose y la pelota entrando despacio al otro palo. O peor, llegaba a tocarla con la punta de los dedos pero la pelota igual se metía. Repaso todos y cada uno de los 17 penales que le habían pateado como profesional. La conclusión era terrible, no había atajado ninguno. El partido se terminaba y el arquero descubría que lo que se le venía encima no era algo épico, como todos imaginaban, sino algo terrible. ¡Nunca había atajado un penal en su vida! Ni siquiera en un entrenamiento. No había ganado asados en los torneos de tiros desde los doce pasos con sus compañeros, siempre le tocaba pagarlos. Un desastre.
Empezó a transpirar, un sudor frio le cubrió todo el cuerpo. El juez dio dos pitazos fuertes, pidió la pelota y señalo la mitad de la cancha haciendo el gesto típico del final del partido. Jorgito camino para el banco de suplentes intentando disimular aquello que acababa de descubrir.
Callado se puso al lado del técnico que preguntaba quien estaba bien para patear. No podía decir una palabra, tenía un nudo en la garganta. Cuando estuvo armada la lista todos lo miraron esperando que diga algo. Esperaban unas palabras del hombre de las mil batallas. Jorgito, en silencio, miro a cada uno, tomó un sorbo de agua, respiró profundo y bajó la vista. Entonces, los ojos se le llenaron de lágrimas. Sollozando y con la voz entrecortada lo único que pudo decir fue: “Yo, nunca ataje un penal”.