Las cosas no
habían salido bien en el campeonato. Todo el año en la cuerda floja. Se pasaron
el torneo peleando en el fondo de la tabla, luchando la perdida de la
categoría. Jamás lograron salir de esa incómoda situación. Los ánimos y la
confianza no eran los mejores.
Y, todavía, les
quedaba por delante un último partido. Tenían que jugar la promoción.
Promoción, que
nombre irónico.
Ese partido no
promocionaba absolutamente nada. Tendrían que haberlo bautizado: última chance.
Ese encuentro no era otra cosa que la última oportunidad que tenían para no
descender. Lo sabían todos. Lo sabía
Jorgito, el capitán, arquero, hombre experimentado y gloria viviente del club.
De hecho, antes de
que empiece aquel campeonato se junto con los dirigentes y les comunico que
quería volver. Lo miraron, se miraron entre ellos y Jorgito se dio cuenta que
no entendían nada. Las caras de los cabecillas de aquel club de pueblo no
disimulaban la sorpresa.
El arquero los
conocía a todos, eran amigos de su padre. Y en aquella reunión pasaba
exactamente lo mismo que había sucedido 15 años atrás: el único ausente era el
presidente, Jorge padre.
Los clubes de
pueblo son así; se cumplía a la perfección eso de “pueblo chico, infierno grande”. Jorge hijo, Jorgito para todos,
siempre fue un fenómeno al arco. A los 16 debuto en la primera división del
club. A los 17 llegó una oferta de la capital para jugar en la máxima categoría
del país. Una de esas propuestas que los clubes chicos, o de pueblo, no pueden
rechazar. El único que se abstuvo de votar y de participar en toda la
negociación fue el entonces tesorero, Jorge padre. Habían pasado 15 años y sucedía lo mismo pero
al revés: Jorgito quería volver al lugar que lo vio nacer futbolísticamente y
el único que no emitía opinión ni participaba de las reuniones era, el ahora
presidente del club, su papá.
Jorgito había
dejado el pueblo a los 17 como una promesa, hoy volvía como una realidad:
estaba considerado dentro de los mejores arqueros del país, había jugado en uno
de los equipos más importantes, en dos o
tres ligas fuertes de Europa y en la selección nacional. Le quedaban algunos
años más de carrera y le llovían ofertas interesantes, en lo económico y en lo
deportivo, del país y del extranjero.
Por eso a Jorgito
no le sorprendió nada de lo que pasaba.
-
Pero, nene, ¿estás seguro? Se comenta
que te quieren llevar de nuevo a la selección. ¡Esta liga no tiene el
nivel que vos necesitas para estar en la selección!
No le hablaba
cualquiera. El que tomó la batuta era el vicepresidente del club y mejor amigo
de su papá. Como si fuera poco, también,
era su padrino y suegro. Jorgito lo
quería como un padre. Sabía que le estaba dando un consejo y que venía desde el
fondo del corazón.
Entonces, no le
quedo más remedio que explicar la decisión que él y su mujer habían tomado.
- Es
verdad. Otra vez, jugaría para la selección. Hable con el técnico y le dije que
decidí retirarme. Quiero jugar un año con esta camiseta y después descansar.
Explicó que con
Laura, su mujer, habían elegido cambiar la forma de vida. Basta de viajes, de
mudanzas, de ir de acá para allá. Tenían un hijo que estaba a punto de empezar
el colegio y querían que se crie como ellos. Una vida tranquila, de pueblo. Al
lado de la familia. Compartiendo el tiempo en casa o el club con abuelos, tíos
y amigos.
- No
podemos pagarte el sueldo. No tenemos chance de juntar la plata de la que se
habla. Y el pase… bueno. Directamente es imposible que podamos comprarte. – le dijo su amigo
de la infancia, poniéndose en el rol de tesorero.
- No
es un problema de plata esto. El pase es mío y no quiero que me lo compren. Por
el sueldo no te hagas problema, yo no quiero cobrar más que ninguno de los que
juegan acá.
Estaba en un buen momento físico y le parecía
bien volver de esa forma. No quería dar lastima, quería que el club de sus
amores lo viera en plenitud. Que sus vecinos, amigos y familiares lo notaran en
un buen momento. Que los chicos del club pudieran compartir entrenamientos con
él. Ser una motivación para todos. Mostrarles que podían lograr lo mismo que
el.
Tenía un sueño que
quería compartirles, les confesó que quería regarle a la hinchada un título y
un ascenso al torneo regional.
El club nunca había sido campeón y, jamás en la historia, se
clasificaron para jugar un regional.
Era su gran
ilusión, liderar a su club a un título. Festejó en casi todos los lugares por
los que había pasado. Solo le quedaba eso, gritar campeón rodeado con los que
sabía que de verdad lo querían. Con sus amigos de la infancia, con su familia.
Con su club. Con su pueblo.
Pero, en lo
deportivo, durante ese año todo salió a la inversa de sus deseos y, aunque
nunca se reprocho por la decisión tomada, el sueño se le había convertido en
una pesadilla. No entendía por qué tenía que tocarle, justo a él, la
posibilidad de cerrar su carrera con un descenso. Y, justo en este club.
Delante de toda su gente. En lugar de pelear el título ahora le quedaba por
delante un partido: la promoción.
Podía ser su
último juego, todo se definía en 90 minutos. Si había empate se jugaban 30 de
suplementario y, de persistir la igualdad, la definición se haría con tiros
desde el punto penal.
Conocían a los
rivales y sabían que era un equipo duro. Lo más probable era que el partido
terminara en un empate sin goles. Nadie decía nada malo, todos le brindaban su
apoyo. Estaban convencidos que Jorgito iba a ser el héroe que los salvaría
tapando uno o dos tiros desde los doce pasos.
- No
va a pasar eso. Vamos a ganar tranquilos, cómodos. – repetía hasta
el hartazgo.
Esto no era un
tema de ego, de narcisismo. Era un tema de equipo. Todos estaban en esta
situación y tenían que salir juntos. Jorgito se negó a atajar en las prácticas
de penales durante toda la semana, hablo con el técnico y puso un argumento que
lo convenció: “No quiero bajarle el ánimo a los pibes. Si llego a tapar varios tiros
y tenemos que definir por penales van a estar desmotivados. Van a creer que no
la pueden meter”. El técnico era consciente de que el arquero tenía
mucho más nivel y talento que cualquiera de los jugadores y le dio la razón.
Por otro lado trataron de hacerse una idea de los jugadores contrarios que iban
a patear pero, descubrieron que era imposible estudiarlos. No había videos, era
una liga de pueblo. Dependían, en gran parte,
de la habilidad que tenía Jorgito debajo de los 3 palos.
Por primera vez en
toda su carrera le molestaba el puesto en el que jugaba. Por esa única vez,
deseaba ser goleador. Lo invadía la sensación de que podría ayudar mucho más en
otro lugar del campo. ¿Por qué construyo su carrera evitando goles en lugar de
convirtiéndolos? Se pregunto una y mil veces.
Jorgito empezaba a
vivir ese partido como el más importante de su carrera.
Concentrar lo
ayudo a relajarse y focalizarse. Le gustaba compartir esos días previos con sus
compañeros, no tenía que escuchar a la gente en la calle pronosticando cuantos
penales iba a atajar.
Cuando arranco el
partido se calmo y se dedicó a hacer lo que mejor le salía, tapar las pocas
situaciones que les crearon. El equipo contrario casi no llego en los 90
reglamentarios. Terminó 0 a 0, tenían que jugar 30 minutos más. Jorgito junto a
sus compañeros y los arengo. Les dijo que estaban jugando mejor, que no le
llegaban, que los tenían metidos en un arco. Para terminar eligió cada una de
las palabras de la frase: “Cuando todo se pone jodido es cuando hay
que poner. Nos quedan 30, si hoy no se gana con fútbol se gana con huevos.
¡Dale!”
El suplementario
fue más de lo mismo, por más que lo fueran a buscar no encontraban el gol. Se
acababa el partido y todos esperaban las atajadas de Jorgito para que, por fin,
se termine el sufrimiento. Entonces, el arquero, se descubrió a si mismo
repasando cada uno de los penales que le habían pateado a lo largo de su
carrera. Ahí estaba él, parado en el medio del arco, eligiendo entre la derecha
y la izquierda. Tirándose y la pelota entrando despacio al otro palo. O peor,
llegaba a tocarla con la punta de los dedos pero la pelota igual se metía.
Repaso todos y cada uno de los 17 penales que le habían pateado como
profesional. La conclusión era terrible, no había atajado ninguno. El partido
se terminaba y el arquero descubría que lo que se le venía encima no era algo
épico, como todos imaginaban, sino algo terrible. ¡Nunca había atajado un penal
en su vida! Ni siquiera en un entrenamiento. No había ganado asados en los
torneos de tiros desde los doce pasos con sus compañeros, siempre le tocaba
pagarlos. Un desastre.
Empezó a
transpirar, un sudor frio le cubrió todo el cuerpo. El juez dio dos pitazos
fuertes, pidió la pelota y señalo la mitad de la cancha haciendo el gesto
típico del final del partido. Jorgito camino para el banco de suplentes
intentando disimular aquello que acababa de descubrir.
Callado se puso al
lado del técnico que preguntaba quien estaba bien para patear. No podía decir
una palabra, tenía un nudo en la garganta. Cuando estuvo armada la lista todos
lo miraron esperando que diga algo. Esperaban unas palabras del hombre de las
mil batallas. Jorgito, en silencio, miro a cada uno, tomó un sorbo de agua,
respiró profundo y bajó la vista. Entonces, los ojos se le llenaron de
lágrimas. Sollozando y con la voz entrecortada lo único que pudo decir fue: “Yo,
nunca ataje un penal”.