En aquel país la escena se repetía una y otra vez con cada nacimiento. Una de las pitonisas ingresaba a la habitación y decía:
- Buenas. Permiso. ¿Cómo están? ¡Qué lindo bebé! Está dormido… no lo despertemos. Se los ve muy contentos. Voy a tratar de no robarles mucho tiempo, deben estar cansados. Vine a traerles los documentos. Acá les dejo la partida de nacimiento, el documento de identidad y este sobre transparente que contiene el manual del usuario. Les pido que le presten especial atención a este último. No lo pierdan, recuerden que no se puede solicitar un duplicado. Es único e irrepetible.
Las pitonisas eran parte de la burocracia, trabajaban para la Secretaría de las Personas y sus funciones eran redactar, imprimir y distribuir los documentos que se les entregaban a los padres de los recién nacidos.
Todos en aquel país eran conscientes del sexto sentido que ellas poseían. Pero, la advertencia parecía no surtir efecto alguno. Mejor dicho, tenía el efecto de una profecía auto-cumplida: el manual del usuario, como todo manual del usuario, estaba destinado a desaparecer.
Poco tiempo después del nacimiento (muy poco, no más que unas cuantas horas) se perdía o, simplemente, nadie recordaba donde lo habían guardado. Todos sabían que estaba oculto en algún lugar. Seguramente enterrado bajo una pila de hojas, camuflado con cualquier cosa, escondido en algún recoveco. Extraviado dentro de un cajón.
Lo cierto es que el manual tenía una apariencia tan común y tan corriente que pasaba desapercibido. Por eso estaba condenado a perderse, a terminar en el fondo del cesto de la basura sin que nadie lo notara.
Una broma macabra del destino. Desaparecía como por arte de magia.
Seguro que aquellos que nunca vieron un manual del usuario de aquel país imaginan un libro inmenso. Nada que ver. Era un simple folleto impreso en ambas carillas a un color, plegado en 15 partes. Estaba dentro de un sobre transparente lacrado y abierto no era más grande que una hoja A4.
Según las pitonisas, el manual no contenía todas las respuestas, ni describía todo lo que a uno le iba a ocurrir. Ni siquiera tenía algo así como una especie de reglas básicas, simples, sencillas y claras para la vida. Era más bien como una guía, tenía una portada con el nombre y apellido y en las páginas interiores contenía unas listas que enumeraban las necesidades egoístas, los deseos sexuales, los temores, las experiencias vergonzosas y traumáticas de la vida de esa persona. Para terminar, había una sección que relataba aquellos motivos que hacían violentar al dueño del manual y cada una de las reacciones de ese tipo.
Aquel folleto describía la parte instintiva. Los impulsos, apetitos, urgencias y ambiciones. Todo aquello que provocaba placer. No sé ponía ningún tipo de restricción, el contenido de ese manual solo detallaba las formas de alcanzar satisfacción personal e inmediata.
Las pitonisas explicaban que el manual estaba conectado con la persona a la que hacía referencia. Solo había una forma de abrir el sobre y acceder a su contenido, era necesario que el dueño del manual del usuario apoyara la huella dactilar del dígito pulgar derecho sobre el sello de lacre que cerraba la solapa. Entonces, se despegaba sin romperse y quedaba sujeto a la yema del pulgar de la persona hasta que esta guardara el manual dentro del sobre y volviera a apoyar el dedo para cerrarlo.
El problema era que siempre se perdía antes de ese momento. Las pitonisas entregaban el manual cuando los bebes dormían, los padres no querían interrumpir el descanso molestándolos para apoyar el dedo el lacre. Para cuando se despertaban, y los padres decidían por fin conocer el contenido, el manual ya había desaparecido.
Y, no existía la posibilidad de solicitar otro, de pedir una copia.
Entonces, los padres descubrían que tenían un bebe que les demandaba un montón de cosas. Alimento. Calor. Cobijo. Amor. Alguien con un cúmulo de necesidades, deseos e impulsos elementales. Un ser casi primitivo, cerca de actuar solo por instinto. Una pequeña personita que los necesitaba, que era débil. Al que había que ayudar, formar, moldear. Proteger. Adaptar.
Y, habían perdido el manual del usuario.
Ahí empezaban los problemas. No sabían lo que decía, nadie conocía el contenido de aquel manual. La única solución posible era improvisar.
Casi siempre los padres empezaban por transmitirles a sus hijos miedos y temores. Así comenzaba la relación: “Cuidado, que no tenga mucho frio”, “Cuidado, que no tenga mucho calor”, “Agarralo fuerte, que no se caiga”. Algunos progenitores se preocupaban tanto que chequeaban que el bebe respirara mientras dormía. Tenían terror a que le pasara algo. Vivían pendientes de ese pequeño tirano.
Pasado ese primer momento los padres les iban transfiriendo sus creencias y gustos. Los ayudaban a solucionar problemas o les brindaban respuestas. Daban argumentos. Aconsejaban. Sabían que estaba bien o mal. El proceso derivaba en la creación de reglas. Los padres les mostraban la forma en la que había que comportarse. Ponían límites.
Actuaban como una especie de guardián.
Mostraban un camino.
Enseñaban un ideal.
Y, ese pequeño, iba identificándose con sus padres. Los veía como héroes. Eran capaces de hacer todo, y de hacerlo bien.
Los niños querían ser como los padres.
Los años iban pasando y esos pequeños crecían. Empezaban a descubrir el mundo por cuenta propia, pasaban cada vez más tiempo sin la compañía de los padres. Pero, usaban las reglas, formas de comportarse y consejos que ellos les habían impuesto.
Cada tanto sentían un deseo o impulso contrario a eso que los padres habían transmitido. Algunos eran unas simples pavadas como no querer compartir algo o burlarse de alguien. Otras veces se ponían agresivos y mordían, pegaban o tiraban del pelo.
Cuando se les preguntaba, no podían explicar de dónde les surgían esas ganas, ni por qué lo hacían. Pero, sí que sentían un placer inmenso al hacerlo, como si se hubieran sacado las ganas. Era como si alguien o algo desde algún lugar les diera una orden y ellos se complacieran al consumarla.
Entonces descubrían que también les exigían. Que existían las normas y que debían cumplirlas. De a poco, iban incorporando más reglas. Palpaban el hecho de que esos cánones eran útiles para poder convivir, descubrían que además de los padres más gente los observaba y les decía qué era lo que se esperaba de ellos.
Les enseñaban a estar con otros, a compartir, a no agredirse. A convivir. Aprendían a comportarse, se adaptaban.
Y, también, quedaban contentos cuando los padres u otras personas, los felicitaban por cumplir esas nuevas normas sociales que les iban imponiendo.
Pasaba el tiempo y crecían incorporando más normas y reglas. Cada vez eran más independientes y llegaba un punto donde era necesario que empezaran a tomar decisiones por su cuenta.
Pero, esa presunta autonomía que habían alcanzado siempre se veía sometida. Sentían que el manual de usuario les iba dando de a poco a conocer su contenido pero, lo hacía en forma de órdenes. Era como que el manual les enviara desde aquel lugar perdido, desde el fondo de algún lado oculto, un estímulo, una fuerza biológica que provocaba ciertas conductas.
Justo después de esa pulsión se disparaba otra cosa. Era la voz de uno de los padres juzgando, indicando si eso estaba bien o mal. Era la conciencia. Una especie de guardián moral que aparecía poniendo un límite. Que lo perseguía, que lo juzgaba. Como si fuera poco, también tenían que preocuparse por el entorno y ver si eso era conveniente o inconveniente.
Entonces, ¿eran libres? Los invadía la sensación continua de estar sometidos a tres servidumbres, esa impresión de estar amenazado por tres peligros: el manual de instrucciones, el rigor de las normas y el mundo exterior.
Angustia.
¿Cómo combinar esas cosas que parecían tan disímiles?
Rebelarse contra las reglas que los padres habían establecido. Intentar crear las propias.
Prueba y error. Equivocarse y volver a empezar. Iban buscando la forma correcta.
Todos esos niños terminaban arribando a la misma conclusión, los padres no tenían todas las respuestas. No eran perfectos. Ellos habían crecido, estaban grandes y descubrían que sus padres no eran superhéroes. Eran personas, simples y comunes, con miles de defectos y virtudes.
El pedestal se rompía y juraban no repetir aquello que ellos veían como errores de sus padres si algún día tenían hijos.
El calendario nunca se queda quieto. Siempre avanza. Tarde o temprano esos chicos encontraban a alguien, se enamoraban y llegaba un momento donde se convertían en padres.
En aquel país la escena se repetía una y otra vez con cada nacimiento. Una de las pitonisas ingresaba a la habitación y decía:
- Buenas. Permiso. ¿Cómo están? ¡Qué lindo bebé! Está dormido… no lo despertemos. Se los ve muy contentos. Voy a tratar de no robarles mucho tiempo, deben estar cansados. Vine a traerles los documentos. Acá les dejo la partida de nacimiento, el documento de identidad y este sobre transparente que contiene el manual del usuario. Les pido que le presten especial atención a este último. No lo pierdan, recuerden que no se puede solicitar un duplicado. Es único e irrepetible.
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